El raro y la boba

Anselmo estaba encargado de la falsa operación pronta entrega, listo para abordarla y ya no dudaba. Cruzó la piel y todo fue de ensueño, nunca imaginó que fuera tan rápido, y cuando vio el rojo se sacudió las manos como acto reflejo. Contempló aquello que lo rodeaba pues, intrigado, y pinto lágrimas de huéspedes tristezas, recuerdos y sollozos sin poder evitar la culpa, finalmente terminaría la pesadilla.
Su casa estaba sombría y había adivinado durante todo el viaje, que lo estaban esperando como de costumbre pero no fue así.
Pensó y pensó, y el rojo se hacía más intenso, ya no sabía que hacer al respecto, a menudo quería ocultar aquello para olvidar recordar, pero no podía, gritaba al verlo, la conciencia se alocaba en su ser, pero ya no había remedio, el crimen estaba cometido.
Aquel tremendo día lo recordará como a ninguno. El, un tipo tan especialmente desgraciado había encontrado el amor, y era correspondido.
Se conocieron una tarde de Junio, tan fría como romántica, de consuelos enardecidos, en plena contemplación de intereses compartidos.
Ella, Ana, era 2 años mayor que él, pero su infantil personalidad la hacían parecer más joven. De lejos parecía una jovenzuela sencillita, usaba ropa provocativa sin llegar a serlo hallándose disonante a sus tímidos y conservadores gestos, pero nada de esto le impidió conquistar el angelado corazón de Anselmo ese día.
Aquel corrió a su encuentro entusiasmado y ella le recompensó la hazaña con una sonrisa de agrado, se tomaron de la mano y caminaron por el parque como sus miradas acordaban.
A la vista se veían como una pareja madura de esas que concretan proyectos en segundos, que evitan conocerse mucho en primera instancia debido al temor por el rechazo, que hablan de poesía, de música y de intereses particulares en la primera cita, parejas que esa misma noche están durmiendo juntos.
La oscura cocina armonizaba ahora con la escena de forma tétrica y aquel se hallaba tan tranquilo, tanto que se vio con tiempo, aunque no lo tuviera, de recordar, con pleno detalle, aquella noche.
Una velada como pocas, la perfecta ocasión para contar de manera ampulosa sus desdichadas vivencias con el fin de deshacerse de ellas. El encuentro había durado lo que la falta de experiencia había permitido, pero los nervios se calmaron ahora con las palabras, ellos tenían mucho para contarse.
Ana era lo que se suele llamar tonta de pueblo, y aquello no hubiera sido más que un calificativo si no viviera en ese pequeño lugar donde los chismes corrían por donde ella fuera. Sumergida en su profesión de poetiza callejera, anhelaba con conocer a su príncipe azul, aunque no lo mereciera, esperando a que se presente y reclamándola para toda la vida.
Vivía en una solitaria y empobrecida casa con su madre, con quien se odiaban mutuamente, y quien era la causal de todas sus desdichas y tormentos, pero pese al clima denso en el cual se hallaba sumergida, ella se negaba a abandonarla, algo que empezaba a volvérsele karma.
A menudo su mortal aburrimiento la llevaron a experimentar alguna que otra noche de desenfreno permitido, pero su inexperiencia requerirían siempre de una guía, ella lo sabía y lo buscaba, aunque no siempre tuvo la suerte que merecía.
Ana no era una chica linda, pero tenía una figura agradable a la vista. De apariencia descuidada pero personal, ella se concentraba en ser reconocida a través de lo que expresaba su poesía. Hablaba poco, a menudo nada y cuando lo hacía aburría, ella poseía un intelecto doméstico, que le fue inculcado a través de aquellas personas a las que admiraba, y que le permitía únicamente opinar cuando se requería. Ella gustaba de sentirse rara, sin saber realmente de que se trataba, a menudo copiando estilos y actitudes.
En ocasiones el desenfreno, cuando lo había, se le iba de las manos. Era extraño interrogarla, puesto que el shin y el shan del asunto se fundían en su apariencia provocativa y su personalidad conservadora, aunque al escucharla ya nadie se tomaba la molestia de hacerlo.
Aburrida pues se sumergía en la triste espera, buscando y diagramando ese posible cambio para volver a empezar, experimentando nuevamente y volviendo a aburrirse para completar el ciclo. Pero ella contaba con una suerte que a menudo ampara a aquellos desprovistos de luz propia, puesto que cuando uno llegaba a conocerla de veras, sentía ganas de ayudarla con sus desdichas, ella lo sabía y trataba de evitarlo, y en ocasiones eso le valía el rechazo de la gente que terminaba por aburrirse de su carácter ciclotímico.
Anselmo era un hombre extraño, solitario a la fuerza debido a que perdió a sus padres en un accidente, y tuvo que hacerse hombre cuando apenas era un adolescente.
El trabajo le quitó las ganas de estudiar, y se convirtió en un filósofo errático, verborrágico cuando no lo requería, diferente siempre que opinaba, rebuscado y agresivo. El se negaba a cambiar, le gustaba ser extraño y que la gente pensara que estaba loco, era difícil tratarlo y eso le valió la falta de compañía durante mucho tiempo.
Sin embargo aquel estaba dispuesto a ir más allá, y aunque no lo demostrara, siempre quiso formar una familia y ser como los demás.
Anselmo sentía que su personalidad única lo llevaría, tarde o temprano, a ser reconocido, y se mostraba optimista al respecto, lo demostraba a fuerza de insistencia, él habría podido experimentar la normalidad si la tristeza por la pérdida no hubiera durado tanto, pero ahora ya estaba grande y bastante abandonado, esta era la única forma que encontraba de ser alguien sin llegar al fracaso, y ya no podría volver jamás el tiempo atrás.
Aquel día, luego de una mala pasada que le había jugado el vino la noche anterior, se levantó con ánimos y dispuso un remedio natural a su jaqueca.
Se sentó en la plaza a observar a la gente, algo que sabía hacer muy bien, y que era una de sus prácticas habituales.
Para la gente Anselmo era una molestia, pero tenerlo cerca era el mejor remedio a sus depresiones y crisis existenciales, puesto que en esa figura se resumía todo lo malo, no había nadie peor que él y ya estaba condenado, no había motivo a replica ni suya si de nadie. Tener una conversación con este hombre era una pérdida de tiempo, esto lo sabían todos, puesto que su rebuscada soledad probablemente terminaría convirtiéndolo en una indeseada compañía, algo que no dejaría más que el disgusto de conocerlo o haberlo conocido.
Ahora él estaba allí sentado como todas las tardes, disponiendo sus conocidas poses, sus gestos, sus ruidos para ver si alguno le dedicaba un mínimo de atención, hasta que desazonado cerraba sus ojos y se fundía en pensamiento, sabiendo que nadie caería jamás en su infantil trampa, nadie excepto aquella muchacha que ahora lo miraba desde lejos, que había sido participe de su acto con cierto agrado, nueva porque conocía a todas las personas del pueblo, tan brillante como su jaqueca le permitía, una mujer y que consuelo, que reía al verlo hozar acercarse.
A menudo uno se preguntaba que le vería ella a una persona como Anselmo, porque como se sabía, la gente lo había condenado de tal forma que casi era inaudito que haya podido subir, al menos un poco, la escalera del triunfo, pero luego comprendieron lo increíblemente similares que eran el uno respecto del otro, algo que generaba un rechazo potenciado, si antes era motivo de ser ignorado, ahora era motivo de odio carnal. Pero para Ana él era una persona diferente, alguien con una personalidad única, tan inteligente y ágil con las palabras que la atraía, que compensaba todo lo que en ella faltaba, que se mostraba indiferente frente a su tonta timidez, y que poseía una capacidad de amar incentivada por sus años de soledad.
La aparente relación perfecta se fundió con el mismo fuego que aquella tarde en la que se conocieron y, a fuerza de ignorar su entorno malicioso, se alejaron tanto de la realidad, que la misma situación los llevó a la locura, rozando con lo excéntrico, al punto que fue desgastando sus personalidades y comenzaron, como es natural, a aburrirse de si mismos.
Con el tiempo reconocieron haber caído en la trampa de la gente, aquellos que habían planeado que se maten mutuamente, las dos personas más desdichadas del pueblo condenados, de alguna u otra manera, al encierro de por vida.
En un principio la debacle conyugal se pudo manejar, pero los malestares devinieron en agresiones físicas violentas y sin sentido alguno, un grado de intolerancia muy cercano al desquicio que padecían. Pero aunque los problemas se agravaban, ellos sabían que integrarse a la sociedad nuevamente era una perdida de tiempo, habían sido tan bestialmente condenados que sólo hozar hacerlo era motivo de agresión y muerte, y por otro lado no soportarían el dolor de verse solos nuevamente, aquello era lo único que tenían y debía permanecer de esta dolorosa manera cueste lo que cueste.
Ana fue la primera en llegar a la solución existencial del problema, y quiso proponérselo de manera poco dolorosa a Anselmo. Buscando la forma poética le hizo el anuncio, pero la misma intolerancia de la relación le impidió averiguarlo a tiempo, y ya era demasiado tarde.
Ahora él estaba casi sin fuerzas, tratando de aguantar para poder recordar el final de la historia, bajo esa oscuridad mortífera de la cocina, buscando una explicación a este desgraciado final, pero ya era demasiado tarde.
Recordó su rostro apenas, jamás había conocido ser tan dulce en su vida, era lo único que tenía y ya lo había perdido todo, la extrañó cuando recordó la cocina, y le remordió la conciencia cuando vio su propio crimen encima de la mesa, algo que ella jamás hubiera imaginado ni podría esperar de él, pero quien lo sabría, y ya era demasiado tarde.
El sangrado era cada vez abundante y se preguntó cuanto duraría su tortura, se negaba a verlo pero que remedio, aquello era lo único que le permitiría dar por acabada esta triste pero tan romántica historia, aquel final que bien había sido planeado por el entorno en el cual vivían, un crimen por amor pero de forma incierta, aquel que cometió jurando amor eterno, cortándose las venas tras ver que su prometida había terminado con su propia vida.