Unísono verbal y la oda grasienta de los rótulos de los de siempre

Como lobo estepario, Agueda se jactaba de salirse con la suya cuando alguien, aunque fuera por si acaso, se afanara en comprenderla. Pero aunque supiera lo cualquier no negaría en dar por cierto, a menudo sentía que la herida de Paris, que había sido en ella antes de comprender lo que se es para casi instantáneamente querer ser sin limite alguno, estaba demasiado expuesta.
Conforme con la universalidad a favor del propósito, ella estudiaba cómodamente las probabilidades de afamarse en línea recta, sin demasiado recuerdo. Cuando no intentara, estaría siendo y viceversa.
Mientras adolescía, Agueda soportó el pesar de una métrica diferente que de a ratos hería toda la superficialidades a las que había sido sometida desde la cuna. Y ya en carne viva, descubrió que cuanto más enmudecía, más le sonreía su propia debilidad a propósitos ajenos.
Desconociendo la razón, y ya sumida a aceptar cualquier trato, fue la versión malvada, candente e inteligente de sus propias princesas aniñadas, pues reconocía que habría en ella más épica que fantasía.
Cuando tuvo edad para verificar lo que su andar implicaría, brotó de sus propias mamas la inspiración que necesitaba para salvarse del prejuicio hasta que tuvo piernas para sostener un indiscutible don al respecto.
Sus propios demonios se habían encargado de hacerle probar la revancha, pero dando cátedras con sorpresivas, de a ratos, sin dejar lugar a descansos.
Estaba ahora dejándose llevar por un brillo real para no perder el instinto femenino, pues quien más puede determinar que se necesita para curtir como personal ese hacer del provocar que poseen algunas sin ánimos de humildad. Ella demostraba que no existe psicología que explique con cuanta culpa nos invitamos a observarla, pues duele que sea así tan deliberadamente. Nos molesta que sepa que sensaciones pueda generar en nuestros cuerpos.
Pero había algo oscuro en ella infrahumano y compulsivo que rayaba lo obsesivo, y para poder evitarlo había que alcanzar un status social alto, aunque muchos no quisieran hacerlo, pues sus ojos llameantes tenían un rango de visión superior, y estaban, a todo momento, dispuestos a quemar.
A menudo al observarla, se podía llegar a compartir deseos y sentimientos, pues, cuando se lo pretendía, ella era un todo. Un antes y un después literal.
Cuando su perfume, absolutamente distintivo, circulaba por el ambiente, se lo percibía como un miedo frío que recorría la espalda. La atmósfera cambiaba y el aire se contaminaba de su gen malvado. De a ratos hacía volar y perder en el ensueño de la experiencia, para dar lugar a la caída, y una vuelta a la realidad un tanto distinta.
Cualquier mujer que se le enfrentara podría sufrir la más dulce de las derrotas o la peor de las pesadillas.
La más dulce consistía en ser destruida por sus músculos, como lo verificaba a simple vista su particular aptitud tanto física como genética, pues hacía temblar a multitudes con solo darle tono a sus bíceps. En el peor de los casos, podrían llegar a ser victimas de su arma más letal, su propio desenfreno sexual.´
Estaba ahora posando, pues ella no descansaba nunca. Haciendo más llamativa su propia presencia, a tono desvergonzado, luciendo una pollera cortísima que sus piernas no merecían. Su propósito al descuido era una experiencia que invitaba al no se acerquen tanto que arde, e imponía ese respeto que tiene que ver con el miedo a ser devorado.
Todo se basaba, ahora, en la experiencia visual, y sin necesidad de zoom se hacían evidentes dotados contrincantes en ella, pero el despecho con el que hacía muestras de su inquietud lustrando la silla, era ya demasiado desmedido para los allí presentes tan atrapados para el que vendrá.
Agueda cantando el placer con monosílabos. Agueda enjugando la silla. Agueda haciendo hazaña la chanchada. Agueda y su fruto al descubierto. Agueda regalando al público su trofeo.