Pequeña anécdota de aquel que ve nacer el día colgado de la palmera

Érase una vez un hada que escapaba de lo que sin soñar imaginaba molestaría, sin pensar en lo que ofrecía su tierna decencia de andar, y de repente un cielo modelo, de celestes enriquecidos por un verde que de ratos resalta y mucho para terminar fundiéndose en lo más calido del arrollo en el que descansa, se percibe solitario y por momentos reaccionario a cuanta ocasión que pretenda por ambición, vender que creer a los espíritus del cosmos que frecuentamos adorar.
Cuando entre cucharadas de tristezas y tazas de alegrías, contemplábamos los enojos de un ojo que se cerraba rendido por el molestar de una mata de pelo moreno de ojos querer tapar, cantábamos las palabras de odio que brotaban de los rostros de los sordos reacios a hacerse camino al andar, aunque ojos más bellos ella no pudiera, ni quisiera, mostrar, y que demencia nos lleva a pedir clemencia para que nos deje de mirar.
Pintando lo burdo del absurdo es con derecho a penitencia lo que los santos cuentan de nosotros cuando nos sentimos culpables de la belleza con derecho a perpetuar, y saber que quisiera pereciera todo lo cruel y despiadado que es el mundo vagabundo y de largas canas llevar, cuando no aseguraría que vendría un diluvio de insolencias que evocan la inocencia de los jóvenes rostros de una nueva dinastía por penetrar, para reconocer con alegría que ese día vida mía no tardó tanto en llegar, y confesar con simpatía que sentía que mi poesía con estos versos logra terminar.