People who look people

En el día en que todos los que te rodean se mueran de envidia, se alarga un juego de jefes y sus peones que se evitan por creer que nos identifica la intolerancia cuando justamente es todo lo contrario. Se escribe mucho por estos lados. Mucha poesía poco sincera. Hay quienes lo hacen al respecto, y casi sufriéndolo, acerca de aquello que nunca quisieran ser y como se verían, sin embargo, si lo fueran. ¡Pero que descaro! El desprecio es infinito cuando pasa por, quien sabe cuantos, cables de unas anchas de lo más bandas.
Creo, y analizo a saber que nunca fui sino un molesto que nadie sufre por desprecios adquiridos con leyes antisensoriales, que lo que nos sucede siempre actúa en consecuencia de algo a lo que respetamos mucho. Si no te mira, y eso sin embargo sucede, no imagines.
Lo peor que vi en la mierda de vida de la gente desgraciada, incluyéndolo al rey de la paranoia, su olor a mierda y su puta costumbre, es besar y lamer esas lenguas que infinitamente nos pertenecen. Pero te comprendemos. Sos el emperador del mal porque sufrís esa maldición de la que no podes salir sino siendo el más malo de todos. Ya te conocemos. Siempre andas en la misma, pero ahora tenés más palabras para elegir.
Las personas no cambiamos mirando de reojo y dando rienda suelta a nuestras angustias con derecho a generar simpatía en base a nuestros desconsuelos desafortunados. Hace falta verse un poco más a los ojos para darse cuenta.
La vida en ruinas. Siempre soy mejor que vos. Por ahí la realidad no me favorece, aunque la sinceridad me precede, pero estoy acá. Te veo creer que sabes lo que me está pasando. Arrodillado llorando lo que de verdad me entona el vicio hacia lo desconsiderado.
En pos del trono me vendiste la humildad, y me juraste que no lo harías cuando entendías que, siendo mejor que yo, no merecía el respeto. Por qué tanta insensatez. Por qué la congoja ante la mentira. Nunca hiciste nada. Lo siento y sin embargo sincero que te quiero cerca, porque siempre es momento de que me digas todo cuanto antes.

El culo de tu mundo

Inducidos porque quien sabe que potente químico suministrado, se sumen los fieles a la batalla. Ciertamente los hay ofrecidos de todas las épocas.
Desapreciando la vida, eliminan sus nervios cagando y/o vomitando en el pasto producto de la dosis.
Asidos de mazos, no los hay para todos pero ni cuenta se dan que están ahí en ocasiones, se preparan en tan sólo un cuarto de hora. Es un espectáculo fabuloso si se puede contener el vómito que nadie evita a coincidencia.
Un sujeto vestido de verde se limita a alejarse unos pocos kilómetros dando comienzo a la contienda con un sonido ancestral, y nunca más se lo ve.
Son pocos los concursantes, pero desde el filo de mi escalera ya se puede oler la bravura.
Se desnudan y reconozco una fémina un tanto vikinga por sus tetas grandes.
Un negro de pelo ralo cubierto de músculos se transforma en rufián gritando al viento. El gordo, feo de no temerle a nada, le asesta un golpe y cae rendido. Tarda más en levantarse que en morirse no sin antes dar puntapiés llenos de estupidez.
Otro negro más pequeño se hace del gordo pero cae tan duro como una piedra. Es su primera vez de arriesgado. Es el primero en cagar todos sus nervios. Se asusta y corre.
Un muchacho bajo y blanco como la leche se halla en escena. Se rasca el culo y noto que escondía un pito tan gordo que lo convierte en seguida en algo marino o algo con cuernos. La mujer se encima para batírsele, y éste le sugiere sus movimientos con habilidad. Tanto la aleja, y tan rápido, que se forman historias de reinos diferentes.
Se acercan a mí. Tan solo nos separa la reja de repente. El enano es más endiablado en mi imaginación. Me dirige una mirada provocativa que asusta a mi chica. La tiene a su víctima de espaldas, cansada y sin aliento. Se hace de mi desesperación. Le crece tanto que el asco y la curiosidad me invade.
Un gigante de músculos rojos se pone las botas para patear culos. Vocifera en dialecto duro, se pega en el pecho, arroja dos cabezas como ajo de dos victimas fuera de mi escena, y se pone frente al panzón.
El negro lo mira desde una roca. De su rosado culo gordo escapa un pedo ruidoso de una patada mal habida. El gigante da un paso hábil cortado por el aire que genera el vacío necesario, y le parte el cráneo de un garrotazo. Se le viene el negro que le toma el cuello.
Mientras miro al enano, que lo imagino relinchando agudamente, aléjome atrapado por el reflejo que me brinda su porte en el momento propicio, gritando desesperadamente cuando desparrama su semen de caballo, agitando su verga de caballo, y tiene el descaro de dedicar una tan larga que baña las costas del pantalón de mi chica a unos treinta metros.
El gordo que yace muerto amortigua la caída del negro y propone el garrote a su izquierda. Le da dos golpes en los dorsales sobresalientes, pero es tan bravo el toro cuando todo lo excita, que inventa una especie de escudo ante las braburas.
Agita la reja con la gorda muerta, sus tetas arrancadas, y el felpudo destrozado agigantado a sus pies. La rompe toda de bestia que es. Me enfrenta, le tiro dos, pero no pego nada, la sé de cobarde y me nubla la vista. Caigo. No estoy herido. Soy conciente de que lo necesita está ahí nomás.
Un chino lobo, ágil y desgraciado, le pega dos patadas en el lomo que lo hacen trastabillar. Se puede contar con nuevos puntos débiles, que no muchos envidiarían, siendo tan grande. Se hace del cuello pero no tiene la fuerza necesaria para romperlo. El negro sucio le hace un tajo en la nuca y no se reincorpora.
Le arranca la ropa, y ella es tan inocente y dulce que grita por su vida. Ser el más esclavo de los perdones es contraproducente. El enano la abraza tanto a mi chica que le hunde la carne. Le escupe la saliva caliente y espesa que le brama de la boca. Algo en él me dice que no quisiera que se termine nunca, pero como puedo imaginarlo al verlo únicamente relinchando, no me abstengo de silencio.
El chino lo sacude a proponerle una alianza al negro. Una suerte de piedra gigante genera contrastes con mi ropa colorida y se me acercan.
Mi chica llora y grita y se le oye la sangre que le sale de su vientre hasta que calla. Siento el dolor que emana y me llena de nervios e impotencia. Le brilla la sangre pegada que le adorna la punta. Lo observo de reojo tan diablo y antihumano hasta que me cae la huasca caliente que me indica la huida.
De pronto siento que dos brazos negros me contienen. El chino se hace una película que ni Kung fú. Se llena de poses y de posturas y le tira dos a la pija tan duras y rápidas como la reincorporación de la misma.
El enano se burla poco menos de lo esperado. Se rasca la mata de pelo de cabeza que tiene sobre su pubis, y le dispara dos rayos de leche hirviendo que esquiva con facilidad de chino.
Voy en busca de refugio. Estuve tan dispuesto, que al recibir los brazos del negro me propuse una estrategia, y al verlo incorporándose a la lucha sentí ganas de destrozarle el cráneo. Seguro que podía.
Dando rienda suelta a su pasión marcial se acercaba ese orientalucho. Disfruté poco de esas películas como para entender que dichas barbaridades pudieran servir a su educación. Me pareció sin embargo tan desdichado, con su moñito, y su estatura, y esa comparación inevitable. Y el pequeñejo otro con esa corbata embravecida teñida de rojo por la sangre de mi mujer.
El negro saltó en el aire y no llegó. Lo destruyó un abrazo de brazos musculosos que le partieron el cuerpo en pedazos. El gigante estaba vivo.
Miré su espalda enorme y brilló un halo de esperanza en mí. Podría proyectar al oriental a su semejanza en ella desde el ángulo que quisiera.
Llegó tarde. El enano pegaba duro y le tiro una patada que le partió la zona habilidosa.
Se hicieron de manos. Debía resistirse un poco aunque ya estaba siendo enfermo por la injusticia. Pero como molestaba la sonsa y gorda de caballo del enano en el medio.
Carcajee fuerte y el gigante se dio cuenta y vino a verme. Me sujetó por las ropas mientras desarrollaba con mis brazos una especie de defensa. Me rió la gracia por ahí porque no me vio desnudo.
Le partió un brazo y luego el otro. El chino lloraba en suelo. Le metió el dedo en el culo y se lo olió divertido.
El gigante se reincorporó. ¿Estaba siendo presa de mi pesadilla acaso? Lo vio de refilón venirse al galope, y le quebró el cuello al indefenso orientalito.
El gigante ruso propuso un golpe de rinoceronte, pero lo esquivó y le tocó la herida de la cabeza. Estaba ácido ese enano suertudo.
Se contagió de vicios, y el inclinado cuerpo del chino lamentó una asquerosa paja tan cuantiosa que le tapó la lengua que se le veía.
Le tiró dos patadas que le chocaron ese pecho atrevido de hijo de puta de diablo que le tocó. Tenía unos pezones de negra gordos, largos y perfectos. No lo movió un centímetro.
Imaginé quien iba a ganar. Hice apuestas con la piedra que me ocultaba, pero quería ver como iba a morir. La piel de la espalda del gigante valía la pena para hacerse un sobretodo abrigado.
El gordo no pudo saltar y cuando se quiso acordar ya lo tenía en el cuello debilitado. Así grandote, se me ocurrió la comparación con el chino. Llevaba el doble, o quizás el triple de cuerpo encima, pero el abanico ruso, que bailaba al compás de la llave que sufría, era aun más avergonzante que el monito del chino.
Vi a la muerte misma pasar por al lado mío y acercarse a la escena. El enano lo tenía en el aire. Con sus dos manos. Con una sola. Transpirándole los pelos del culo, y la otra rascando la mata peluda que le tapaba los huevos.
Soportó puntapiés, piñas, patadas, escupidas e insultos, con jubiloso placer. Lo suspenso, se la acomodó, y lo penetró.
Ví como por el vientre musculoso se deslizaba la verga, y recordaba con tristeza como destrozaba a mi chica.
Reí y me despedí de la roca dedicándole mis últimos ratos de locura.
Me corrió apuntándome con esa irrespetuosidad a lo humano en la mano, y se echó una pegajosa que me bañó la remera desde unos veinte metros. Me la apoyó en la frente y la sentí un piñón de pesada. Le vi los huevos y se los pateé. Lloró unos de avestruz que tenía mientras una luz lo invadía de lleno.
El enano transformó su cuerpo en el mío, y me vi tan asquerosamente desnudo que tenía que destrozarme. Un desnaturalizado sentimiento de culpa se me pegó. La fragilidad del momento soltó su última palabra sentido como al traspasar una puerta que conduce a un nuevo futuro próspero. Asentí como nunca antes la contención de mis nalgas. Mi conciencia escrupulosa se hizo a un lado. Me cagué encima. La verga de caballo se hizo en mi poder y me follé hasta reventarme todo.